Lección de vida #4

Últimamente me siento frente a la pantalla a demonizar mis experiencias. Desahogar en unas líneas todo lo que me está pudiendo por dentro; muchas veces no lo consigo porque soy incapaz de dejar atrás la fe que me incita a creer en las personas y aplaco a todas las musas que, frenéticamente, me recorren porque siento que no merece la pena malgastar el tiempo en abrir unas cuantas mentes apoltronadas tras sus muros. En este invierno, más frío de lo que me gustaría admitir, el viento golpea fuerte en las ventanas, dando vuelo a esta sensación de desasosiego que empieza a pesar como una roca fría, doliente, sobre mi espalda. Y es que cada día me cuesta más lidiar con el mundo y sus habitantes.

Quizá sea yo quién no tiene claro hacia que lugar se encamina su vida, pero muchas veces me pregunto cuándo parará esto. La sensación de vagabundear por las calles y verme envuelta de caras dopadas por la sobresaturación, entes sin ambición que repiten sistemáticamente cualquier información que vomiten sobre sus cráneos. Me pregunto cuantos de los que hay ahí fuera viven subestimando al esfuerzo, a la satisfacción que supone tener oportunidades y acciones que logren delimitar nuestras siluetas interiores. ¿Por qué hablamos de libertad sin tener idea, ganas o respeto por entenderla? ¿A dónde estamos yendo?

El día que volví a escribirte.

«Ya no me escribes.»

No sé cómo explicarte que lo hago cada día cuando te pienso. He escrito tantas historias a lo largo de todo este tiempo que siento que si vuelvo a coger el bolígrafo y dibujarte en las palabras serás tan inalcanzable como las fantasías que me monto en mi cabeza. Y no, quiero saber que eres real. Que estás ahí.

Antes, cada día, te escribía. Me deshacía aquí para ti, pero me has dado una valiosa lección en estos meses juntos: con silencios te sé decir más que dando voces.

Pero hoy quiero escribirte. Porque tú me lo has pedido y yo necesito verte feliz. Así de simple, sí. Porque por ti he dejado de arrastrar los pies en las sombras y me he vuelto un poquito más luz.

Pero aunque quiera, con todas mis fuerzas, reiterarme en que te amo, no sé como empezar a deshilachar tal verbo.

Podría describir tu (tierna y extraña) forma de dormir, pero entonces me faltarían versos, metáforas y adjetivos. Podría describirte sin mirarte. Decirte que me pierdo en ti cada vez que las yemas de mis dedos te recorren, confesarte que fue el hueco de tu clavícula en lo primero que me fijé cuando te tuve enfrente, pero tus ojos, que viven un pelín más arriba, empezarían a pedirme explicaciones del por qué no les nombro a ellos si tanto me gustan – y, sinceramente, creo que no hay mirada alguna capaz de hacer justicia a la tuya, motivo por el que no soy capaz de escribir todo lo que veo en ellos-.

Tus manos. Tus manos que guardan el mapa, pero también el tesoro, la isla, la bandera y anclan al barco igual que a mí.

Tus formas – múltiples – de sacarme de quicio, que me quitan la razón cuando creo (y debería) tenerla. Tus idas y venidas, tus evasivas, tu forma tan humana de hacerme feliz a golpe de elocuencia. Y a la mierda mi orientación. Creo que por eso me dejé guía.

A veces me pregunto como sería ser otra persona, saber si también me hubiera enamorado de ti. A pesar de no tener las mismas heridas y cicatrices. Y yo creo que sí, que te querré hasta cuando tú no me quieras.

Soy como un planeta enamorado del Sol. Como un satélite a la deriva volviendo a casa.

Ojalá fuera capaz de transmitir el tacto sedoso de tu pelo al enredarse mis dedos en él – cuando te dejas, claro -. Ojalá pudiese tan siquiera describir la sensación de acariciarte y ver como se te eriza la piel. El placer de quedarme abrazada a tu espalda con las pupilas, el suave tacto de tus huesos marcados calando hasta el tuétano de los míos.

Dices que tengo talento para esto. Yo no lo creo. Si lo tuviera, sería capaz de hablar de ti sin que me tiemble el estómago; te diría que cuando me miras con el ceño fruncido soy más yo que nunca, que viene a ser jodida y loca por todos tus gestos.

No sabría hablar de tu nuca, de tu toma de tierra, de mordernos los labios, de cuando me pides perdón porque soy «demasiado sensible para todo ésto», de todos tus silencios en los que tantas cosas me has dicho.

No te sabría explicar qué ni cuándo ni cómo. Ni de lo que sentí cuando llegaste, te armaste en forma de luz tenue, abrazos y besos y me dijiste las dos palabras que han movido mis latidos, mis ganas y mi ser desde entonces.

Yo también te quiero. Te quiero.
Perdóname por no escribirte antes, pero ya lo has visto, jamás seré capaz de escribirte de qué modo ni hasta qué punto.
Para eso ya está tenerte en frente,
y amarte,
dejando la lírica a un lado.
Que desde que estás,
no me entristece mi ‘mala suerte’, la vida la envidia.

La historia de un vaivén de miradas.

Me encantaría hablar de mirarte a los ojos, de ese momento en que estalla todo y permanezco quieta, clavada, mirando el punto ciego de tu mirar, corriéndome en los vértices, profundizando tus matices.

Me encantaría hablar de esas miradas que hacen el amor, se devoran, que se buscan a tientas en la penumbra, que se succionan, que enamoran, que embelesan.

Me encantaría hablar de los ojos que te tocan a ciegas y encuentra el punto G exacto de tu visión, provocándote convulsiones hasta en las pupilas.

Me encantaría hablar de ojos transparentes, que se desnudan poco a poco y te sorprenden, como si jamás en tu vida hubieras visto un desnudo, ayudándote a entender, a aceptar, que el resto del mundo ha sido incapaz de desearte así, de quererte así, de mirarte así.

Y es entonces cuando lo sabes, te pasas la vida sin querer mirar a otro lado.

Hoy me toca a mí.

Hay días en los que parece imposible tener fuerza. Sí, esa que, en otros casos, vas y la sacas de bajo de las piedras, pero es que hay días en los que no la encuentras en ninguna parte.

Hay días en los que te falta algo. O alguien. Y te da pavor decirlo en voz muy alta porque, ¿cuántas veces se lo habrás repetido ya?

Hay días en los que te sientes tan sobrante que pasas las horas con la cabeza agachada, callada y la mente más en otros mundos que en el real.

Hay días que necesitas colgar el traje de heroína en el perchero y que te cuiden, te abracen y te salven un poco a ti también.

Hay días en los que te duelen tanto los huesos que se te cala hasta el alma y te da miedo no desprenderte nunca de esa losa. Y pesa, pesa mucho.

Hay días en los que te sobran todas las palabras.

 

 

Versión I – Declaración de intenciones.

Por supuesto que necesito de ti.
Necesito que me llames por teléfono cuando quieras. Sin pedir permiso.
Aunque sea para decir “te quiero” y me cuelgues.

Necesito que te recuestes sobre mis piernas. Y leerte en alto un fragmento de algún libro que me guste. Y me digas qué sientes al escucharlo, y yo decirte porque me he emocionado al leerlo. Quizá me recuerde a algo, a alguien, a ti.
Necesito que me digas “guapa” porque, a veces, en los días tontos, me siento muy, muy fea. Necesito que me comas entera y te lleves con la lengua el montón de pensamientos horribles. Necesito sentir que me deseas, pero no como al sushi, sino que desees hundirte en mí, enterrar la cabeza en mi cuello, clavarme los dientes en el pecho.

Necesito que cuides de mí, aunque no te lo diga, no es que no sepa hacerlo sola, pero no sé, me siento mejor si me besas y me dices que todo saldrá bien.
Necesito que crezcamos, juntos y separados. Admirarte, aún más, por todo lo que eres cuando yo no estoy.

Necesito que me abraces. No hace falta que sea en todo momento, estoy contenta con estrecharte un ratito. Porque los monstruos sí que existen, aunque vivan dentro de uno mismo y, claro, necesito sentirte presente, no que busques lo mejor para los dos, tan solo que estés.

Necesito que me acompañes, porque puedo sola, pero no quiero sola. Porque contigo soy consciente de que amo y me han amado. De que he estado en el mundo y el mundo ha estado en mí. Porque si estás, sé que aproveché la oportunidad de ser y hacerte feliz.

Y me darán igual los regalos.
Y me darán igual las fechas.
O que, en ocasiones, no recuerdes las cosas que te digo.
O que, a menudo, las cosas no salgan como yo querría.
Me dará igual todo si tú eres feliz. Me dará igual si he pasado dos días contigo, y que si se convierten en ochenta años, ¡pues, joder, maravilloso!, pero si son dos días, ¡qué dos días! – como dices tú -.

Te prometo que guardaré aquí dentro todo el tiempo que hagas mío, junto a todas las cosas bonitas que me han pasado.

I Fase: Duelo.

Diría que se ha apagado alguna desconocida estrella en la galaxia, pero ambos sabemos que tú eras más de carteles de neón. Dígamos que un bar cerró, que el barril de cerveza se agotó, que explotaron las bombillas de algun letrero titilante. No sé, el caso es que te has ido y ahora no sé muy bien que utilidad encontrarle a la K del abecedario si no es para nombrarte. No sé, el caso es que ya no estás y se me hace muy raro no sentirte cerca mío, como lo estuviste siempre, desde que éramos dos niñatos en pañales.

Sé que es fácil decirlo, sé lo de los tópicos y lo que concierne despedir a un muerto. Que bueno era, que bien me hizo, como voy a extrañarle. Pero no, ¿por qué hay que ponerse a escribir cosas bonitas? Yo tengo más de un centenar de recuerdos contigo y sí, eras bueno, pero también eras un puto idiota. Gracioso, pero un capullo en potencia. Y eso de hacerme bien… Pedazo de mamón, no recuerdo una ocasión en la que no intentases matarme. O yo a ti, todo sea dicho. Cosa que me hace recordar que hace poco nos habíamos declarado inmortales y has faltado a tu condición, ¿ves? Siempre has sido incapaz de cumplir una promesa. El James Dean de la familia, decía Jorge. Y tú. Y yo. Y todos los que nos cruzamos contigo.

¿Qué si voy a echarte de menos? Mucho. Las mareas turbias se han llevado a mi Segundo de Abordo, seguro que ahora la tripulación se me rebela y me viene que si motín pa’ arriba, motín pa’ abajo y yo sola con el timón puedo, pero cuesta. No sabré de quién quejarme cuando no me envíes fotos de berenjenas partidas a las cinco de la mañana ni me robará nadie mis cosas para ponerlas a la venta en eBay. Se baja el telón y aparezco yo sola vestida de flockorica intentando imitar a Delito y Pecaminosa, pero sin ti no es lo mismo.

Y te odio. Y te quiero. Y te odiaré y te querré siempre. Mucho. Con toda mi alma. Y te seguiré escribiendo ¡maricón! – sí, entre exclamaciones – por WhatsApp para intentar llamar tu atención, estés en el rincón que estés del infierno; para no ver el maldito check azul que te quitaste y así, por lo menos, pensar que en algún momento me contestarás.

Contigo, en fin, viví todo y crecí. Me fui y volví. Te fuiste y volviste. Y has estado siempre ahí, al pie del cañón, sosteniéndome. Ahora me toca a mí, he tomado el relevo. Adiós, jodido idiota, hasta siempre.

Untitled

Te quiero.
Fíjate, con la de gente que hay en el mundo.
Con lo complicado que es encontrarse entre tanto tedio.
Te quiero por cómo eres y no por cómo opinas, qué llevas, qué tienes o qué no
y mira que es difícil gustar siendo uno mismo.

Pero, mira, me gusta tu manera de usar los emoticonos, por ejemplo.
Serpiente, carita enseñando dientes, corazón morado.
Esa forma de combinar y romper lo predeterminado para y por mí, haciendo que cualquier lugar común sea como una especie de secreto.

Te quiero.

Y por eso te lo digo.

Porque nunca diré algo que no siento.

Porque no sé callarme lo bonito.

Porque no puedo, y si te soy sincera, no quiero.

Te parecerá extraño aún después de habertelo dicho en tantas ocasiones, pero yo ya sentía cosas las primeras tres veces que nos vimos después de.

No eran cosas relacionadas con una cama sino cosas que me arrancaron de la rutina. Y cuando te conocí no tenía que pensar en mí ni en lo correcto ni en las elecciones.

Te quiero.

Y por eso me gustaría dormir abrazada a ti. Y en mitad de la noche, no sé, un calentón tonto y reírnos los dos.

Te parecerá extraño, pero sé que voy a hacerlo siempre. Quererte, digo.

Y, la verdad, no sé que hacer con ello.

Tal vez pinte una pared.
O haga una tarta.
O salga a pasear y fotografíar atardeceres.
O escribir.

Sí, escribiría hasta hacerte imaginarlo,
pero para entonces, seguramente, ya te estaría queriendo un poco más.

Lección de vida #3 { oda al amor propio }

Fuera hace frío, la calefacción está en marcha; diría que es exagerada la temperatura a la que la han puesto, lo noto porque me resbalo por el sofá de cuero, pero no me quejo, no se está del todo mal. Alcanzo el mando que han dejado a unos centímetros de mí, la televisión está a mi entera disposición, pero al ver aquel cacharro diminuto entre mis manos me doy cuenta de que no es eso lo que precisamente me apetece, así que lo lanzo a la otra punta de mi confortable asiento y adquiero una posición india. A mi al rededor enormes palacetes repletos de libros se me vienen encima y sonrío al pensar que no soy la única que tiene problemas de «espacio literario».

Estoy sola en casa, supongo que habrán salido a por la cena y estarán al caer así que mientras espero me limito a pasear mis pies desnudos por el parqué caliente, ojeando títulos de ejemplares clásicos y curioseando las distintas variedades de tomos de Medicina General. Me asomo a la ventana. Estoy en un octavo y me acojonan las vistas – para bien y para mal -, me entra una sensación de vertigo que me tira para atrás, en el espejo que hay justo en frente veo reflejada mi cara de pánico y me echo a reír. Sigo deámbulando hasta que se me ocurre una idea, corro a por mi cascado portatil y enciendo el Spotify, voy directa a Favoritos y selecciono la opción de Reproducir aleatoriamente. A ver que me depara hoy la música, me noto valiente.

Muevo el culo al ritmo de Whiskey in the Jar y me burlo con ello de todos los que dicen que con Metallica solo se puede mover la cabeza. No, señores. Mi mundo no está hecho para que me digan como tengo que ser feliz. Me estoy montando un concierto a pleno pulmón que ni Freddie Mercury en sus mejores días. Hoy hasta la música está generosa. Me calmo después de pensar que se me está yendo totalmente la cabeza y preguntarme siete veces seguidas que qué hago un lunes a las nueve de la noche bailando canciones inbailables, pero es que me siento bien y ¿por qué coño me tengo que dar explicaciones?

Parece que Spotify se ha aliado con mi mente hoy y ha notado que ya estaba un poquito más sosegada, le ha cedido el turno a Just Breathe. A juego, me he tirado en el sofá y he cerrado los ojos para que todos los sentimientos que me causa esa canción salgan hacia fuera. La primera vez que la escuché me había dado cuenta de que me estaba enfrentando a un bonito y nuevo acontecimiento en mi vida: me había enamorado. Y ahora, meses más tarde, me ha recordado una vez más por qué. Lo fácil, lo sencillo y lo hermoso de un pequeño detalle tan simple como respirar junto a la persona que quieres. Stay with me, oooooh oooooh – aquí pego un desafine muy bello -, leeeeets juuuuust breeeeeeathe. Una oda, de nuevo, a la felicidad – aunque esta sea más en conjunto, pero ya me entendéis -.

Entonces, oigo las llaves girando en la cerradura y pauso la música, cierro el ordenador y vuelvo a sentarme en el sofá. Estoy sonriendo. Nunca en mi vida me había sentido tan afortunada como en aquel momento. Por ser yo. Por ser como soy. Porque hay personas que me quieren tal cual. Porque hay otras que no lo hacen, y me alegro. Por lo que tengo. Por lo que no. Por lo que me han dado, quitado o se ha ido de mi lado. «¿Cómo te encuentras?» me preguntan.

Mejor que nunca.

Home.

Para Morado,
el color de mi vida. 

 

Bienvenida a casa, me dice tu voz desde lo hondo de tu pecho. Aprieto mis párpados e inhalo tu olor hasta quedarme ciega y comenzar a ver fluorescentes de todos los colores antes de despertar de tu abrazo. Te dibujo en mi mente ascendiendo hasta tocar la galaxia con la punta de tus dedos y temo por un momento no alcanzar la altura mínima para que me lleves contigo, pero me recuerdas, entonces, que dentro de nuestras cabezas hemos creado un cosmos que nada tiene que envidiarle al que nos atrapa ahora. Un mundo que enseñarle al mundo – bendita redundancia -, pero del que tan sólo tú y yo tenemos copia de la llave.

En el centro, un castillo monumental, de naipe sólido y estalactitas espaciales. En pleno valle, ya sabes, cobijado a la sombra de unos ancestrales árboles de fruta y hoja azul. Y entonces, sonríes, y Pálida y Astro Rey se unen a la danza de tu boca y se abrazan hasta que, entre los tres, conseguís secar la tinta de mi bolígrafo y agotar mis palabras hasta enmudecer.

Me preguntas como quiero decorar nuestras cuatro paredes y a pesar de que te acabo de regalar mis cuerdas vocales, todavía conservo mis manos, así que te pinto un vacío para poder amarte en todas, hasta en los ángulos. Quiero congelar el tiempo, entonces, y trazar una bonita bóveda celeste en el techo donde poner a dormitar mis huesos mientras mi alma sale a pasear por los semáforos y vuelve justo a tiempo para besarte en el desayuno, a recostarse en el hueco que has dejado y hacerme diminuta en una cama que se queda enorme, entretanto tú enroscas la bombilla que da luz a todo el planeta y me agiganto orgullosa de la edificación que hemos parido juntos.

Así es como volví a dibujarte en mis recodos internos, cómo un haz purpuréo que recorre el cielo fugaz y me siento, al fin, en casa, bajo todas tus estrellas.

Semáforos.

Me gusta salir de casa con una secuencia tuya en mi cabeza,
atravesar la ciudad con los ojos cerrados, a voluntad,
escuchando en repeat una canción cualquiera y notar que soy una luz
que podría atravesar los coches, los muros y la mayoría de almas,
mientras se pixela la imagen mental
en rojo, verde o ámbar,
colores que vibran, eléctricos, bajo mis ojos apretados
mientras que me pierdo, contigo, en una risa muda, entre los claxones,
las luces largas que me advierten
que sin ti,
sólo soy una sombra atropellada.